miércoles, 7 de noviembre de 2018

Crítica: El árbol de la sangre

"En 1992, con "Vacas", nacía una voz que partiendo de su contexto, sus raíces y su entorno pretendía adentrarse en un universo onírico, un mundo propio que yendo de la realidad a la fantasía conseguía sintetizar el sentir de una tierra, de un país. A partir de este descubrimiento singular, el cineasta que aquí tratamos consiguió trasladar su magia y su sentir a películas alejadas literalmente de su ópera prima, y así vinieron "La árdilla roja", "Tierra", "Los amantes del Círculo Polar" y "Lucía y el sexo", probablemente su película más pulida. Después, su discurso y su camino tomaron un rumbo desconocido a través del salto a la no ficción mediante "La pelota vasca", una película que se colocaba en el centro del conflicto de un pueblo, y que suponía para Médem un cara a cara con la realidad que tanto tiempo había impregnado sus obras de un modo más o menos intuitivo. Esta película levantó fuertes ampollas, y probablemente fue decivisiva a la hora de formular un cambio en la forma de sentir y crear del cineasta donostiarra. Todo lo que vino después no fue igual, desde la abstracción y exceso de "Caótica Ana" (probablemente una de sus películas más infravaloradas), hasta la prueba y error que supusieron "Habitación en Roma" y "Ma ma", dos ejercicios que intentaban recuperar lo que fue aquel Médem, pero de un modo un tanto pervertido, y sobreactuado, llegando incluso a cotas de cierto ridículo. Ahora, en el 2018, su última aportación cinematográfica parecía que iba a caer en la senda de sus dos últimos trabajos y que ibamos asistir al ocaso de quizás una de las voces más personales de la historia de nuestro cine. Sin embargo, la sorpresa ha sido mayúscula. Aquel Médem que hace 26 años firmara su ópera prima, un absoluto canto a sus raíces a través de un ejercicio inmersivo en su sentir personal como sentir de un pueblo, en torno al caserío, vuelve a este, a través de la mirada de sus dos jóvenes protagonistas, para construir las raíces de una familia, de un pueblo y de una mirada. Y así es, el realizador vasco vuelve a la tierra que le vio nacer, para invertir su discurso y conformar un mundo de surrealismo, un imaginario sentido, que salpica de forma latente una actualidad bañada por años de historia. Médem explora la potencia de un discurso impregnado de emociones, impulsos, exageraciones, de luz, de vida y muerte, de absoluto desasosiego, para explicar con rotunda ferocidad las contradicciones y el amor de un pueblo y de un país de personalidades marcadas, al igual que su voz, deseosa en su reformulación de darle una forma muy especial, cual mirada daliniana. El resultado es un abrumador fuego audiovisual guiado en la firme mirada de Julio, en la complicidad de un maestro de la luz como Kiko de la Rica, en la vibración emocional de la música de Lucas Vidal, que firma su mejor trabajo hasta la fecha, y en las certezas de un reparto absolutamente entregado (atención a la excelente composición de Najwa Nimri) a las delicias de un creador único. Puede que no se alcance la precisión absoluta, o que la verosimilitud no siempre acompañe, e incluso que los pasajes se antojen excesivamente repetitivos, pero lo importante, con sus defectos, es que esta obra recupera la magia y el sentir de un cineasta único, que al fin encuentra la redefinición acertada y certera de su discurso."
 
Lo mejor: El abrumador poder audiovisual de la película, y la maravillosa partitura de Lucas Vidal.


Lo peor: La falta de precisión del conjunto.



NOTA: 7(****)

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